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Recuerdos de Lumaco

Desde Julio o Agosto de 2007 comenzó a aparecer la región de la Araucanía con toda nitidez en Google Earth. Gracias a ello hoy es posible ver claramente el pueblo de Lumaco, cuna de mi familia paterna. Alli llego algun dia del siglo diecinueve don Wolrad Klapp, procedente de Waldeck, Alemania, alli nació su primer hijo, don Carlos Klapp, quien entre la numerosa prole que tuvo, tuvo a mi padre, Adhiro Klapp. Y allí tambien alcanzó a nacer mi hermano Carlos. Por ahi por 1941 mis padres se vinieron a vivir a Concepción, ciudad donde después de un tiempo nací personalmente. El contacto con Lumaco se mantuvo y cada cierto tiempo éramos enviados a pasar los veranos donde nuestra abuela, que ya estaba viuda y vivía con varias hijas. De los hijos que sobrevivieron las enfermedades infantiles quedaron diez hijas y dos hijos. La Estela, la Viola, la Lolo (Dolores), la Obdulia, la Rina, la Ache (Alceste), la Iris, la Margo, la Coralie y la Helga. Los hombres eran Guido y Adhiro.

Aunque nuestras temporadas con mi hermano/a se remitian a pasar alli las vacaciones de verano, siempre he guardado los mejores y más hermosos recuerdos de la epoca entre 1952 y 1970, cuando ibamos con regularidad a Lumaco. Lo único que me complicaba un poco era una levantada como a las cinco de la mañana que habia que hacer para emprender el viaje en tren desde Concepción. Y despues venía el interminable plantón en Saboya esperando el tren de trocha angosta, que avanzaba agónico, sufriendo todos los accidentes del camino y que nos dejaba alrededor de las dos de la tarde en el paradero del tren, en medio del pueblo. Eso del paradero era ya algo notable, porque la estación misma de Lumaco quedaba a un kilometro de distancia del pueblo. Pero muchas cosas en Lumaco eran distintas a lo que ocurría en otras partes, y esta era una de ellas. Del tren se cuenta la anécdota de que en una cuesta (la de “las Rosas”) el maquinista ve a una viejita con una carga de leña en la espalda que ya casi no puede caminar, y el le dice “Súbase abuelita, que la llevo”, a lo que ella responde “Muchas gracias mijo, pero resulta que voy apurá, asi es que siga no más”....

Al bajarnos del tren lo hacíamos siempre entre miradas curiosas, ya que una de las rutinas preferidas de la gente era - como en todos los pueblos chicos - ir al paradero o bien mirar por las ventanas para ver quien llegaba en el dichoso trencito. Era agradable cambiar el olor a carbón y orina reseca del tren por el aroma dulzón de unas matas de hinojo, que habían a lo largo del camino que nos conducía a la casa, en realidad bien cerca. Ese aspecto simpático de los hinojos me acompañaría por el resto de mis días, por cuanto la que con el correr del tiempo sería mi mujer lleva el apellido Hinojosa. Nunca se lo dije, pero la verdadera causa por la que me enamoré tan perdidamente de ella fue porque la asociaba con esas esas plantas acogedoras y fragantes. El paisaje, con mucha vegetación , se caracterizaba por un color rojizo de la tierra, las calles y cunetas estaban hechas a pala y chuzo y la solera era simplemente un palo grueso que separaba la acera de la calzada. En las veredas unos arbolitos plantados de trecho en trecho contribuían a crear  un aspecto amable y acogedor.

Ya luego de desempacar y saludar a nuestra abuela y tías, venia el reencuentro con la crema de la juventud: el Freddy, hijo de la Isolina, el Sebastian “Tatán” Mendez, el Omar Cavallieri, el Julio Rícar, sin olvidarnos de los Sagredo, de los Medina, de los Pino, etc. con quienes rápidamente iniciábamos actividades deportivas, jugando unas pichangas callejeras interminables. Despues venian las comidas familiares, donde en la sobremesa aprendiamos los detalles de la vida social lumaquina y sus habitantes: la Suá Sabina, el Benediuto, la "Pájara churreta", la “Austina”, combativa mujer que una vez parece que se molestó porque mi papá le reclamó por la calidad de su merquén y ella no se lo perdonó nunca y le largaba unos vituperios cada vez pasaba por fuera de la casa y lo veía. Se destacaba tambien Jacinto Ismail que tenia un almacen en la calle principal, con cuyos hijos, el Checo y el Nemer Oscar eramos tambien amigos.

En las tardes de verano íbamos a caminar a menudo con nuestras tías hacia el río, donde había una pradera que se llamaba Anadela. Para llegar teníamos que pasar por el parque donde todavía se notaba que éste habia conocido tiempos mejores con jardines con cercos de setos y restos de una cancha de tenis. Años después me contaría mi papá que en su juventud se pegaba unos furiosos partidos de este deporte con un largurucho que se llamaba Armin y que era el hombre mas grande del pueblo.

En este sector quedaba tambien la Casa de Socorro, que era como una estación de enfermería, atendida por auxiliares, donde a veces ocurrían partos. Trabajaba allí también la señora Orlanda, que llevaba las estadísticas de las atenciones, por lo que la gente la conocía generalmente como la “señora Estadística”. Incluso una niñita que nació allí recibió ese nombre en agradecimiento a lo amable que ella había sido. Por ese entonces me había puesto la meta de llegar ser algún día el médico del establecimiento.

El río no era muy bueno para bañarse porque las orillas caían mas o menos abruptamente al caudal, es decir no había una playita. Asi es que pasábamos la mayor parte del tiempo sentados en el pasto viendo las horas pasar y hablando de este mundo y del otro.

Al otro lado del río quedaba el camino al cementerio, donde más de una vez en el verano íbamos a ver la tumba familiar, que en ese tiempo sólo albergaba a nuestro abuelo Carlos. Cuánto me hubiera gustado conocerlo! El falleció cuando yo tenía dos años y no alcanzaron a formárseme recuerdos de él en la cabeza. Por las historias que he escuchado, era una persona de muy buen caracter, de gran humor, amigo de la buena mesa y muy apegado a su gran familión. Tenía una cierta inclinación por la literatura y cuando se daba la ocasión escribía algunos versos ad hoc. Así ocurrió que cuando mi hermano Carlos tuvo su primer cumpleaños, recibió una carta con una poesía de su abuelo.

Cuenta mi papá que don Wolrad lo mandó a estudiar Leyes a Concepción, porque quería que tuviera la misma profesión que su padre. Pero parece que mi abuelo Carlos se arrebató en Concepción con la vida de estudiante y la bohemia y todo eso y volvió despues de un tiempo sin haber cumplido la tarea. Producto de esto ocurrió un quiebre con su padre y las relaciones quedaron medias malas hasta el final de los tiempos. Debe haber vuelto a Lumaco por ahi por 1900, y poco despues debe haberse casado con mi abuela Dolores. Sin embargo esa pasada por la metrópoli penquista le dio un toque de letrado y quizas a raíz de esto se desempeñó por largo tiempo como tesorero municipal de Lumaco. No hay muchas fotos de él y en casi todas aparece con sombrero y eso es una fatalidad, porque con la sombra del ala no se notan bien sus rasgos faciales. Solo hay una que se sacó en Traiguén para el carnet de identidad, donde aparece con su rostro como era, y que logramos recuperar y digitalizar para la posteridad.

                            

                                 Carlos Klapp Nuñez (en 1930)  y Dolores Sáez Aguayo (en 1955)

De las personas que recuerdo especialmente está la Rina, sufrida tía que comenzó con un Parkinson en su juventud y que era totalmente dependiente de los cuidados de la Virginia, alegre y simpática niña que se crió como ahijada en la casa y que cumplía esta dificil tarea con mucha dedicación y cariño. Tambien estaba la Sita Inés, hermana de nuestra abuela, quien tenía una displasia de cadera y que vivía sola en una casa contigua a la nuestra, al lado de la línea del tren. La extensión total de la propiedad del abuelo era como una manzana y limitaba por un lado con la linea del tren, por el otro lado con el Rapaco, arroyo que se secaba en verano y que era un torrente en invierno; hacia el frente daba hacia la calle Anibal Pintp y el otro límite era con la propiedad de la familia Parra. Al otro lado del Rapaco estaban los restos de una casa, que segun mi papá fue habitada por un hermano de su padre, mucho tiempo atrás y que alguna vez habria sido sede de una curtiembre perteneciente al abuelo Wolrad, pero ese es otro capitulo aparte.

En el sitio donde quedaba la casita de la Sita Inés (“Sita” era por “señorita”), quedaba tambien la “casa de la miel”, que era una casa no habitada donde se almacenaba miel de unas colmenas que estaban en el sitio mismo. Recuerdo que quien se encargaba de esto era la Ache, que se ponía un sombrero de cuyas alas caía una malla que la protegía de las picaduras. Ella tenía que ahuyentarlas con humo de sus cajones para sacar los panales y eso las ponía agresivas. Como era miedoso, mas de alguna vez la ví en esto, pero desde una cierta distancia. Otra de las ocupaciones de la Ache era hacer muñecas, donde no me acuerdo si ella tenía un molde para hacer las cabezas o las compraba y ella les hacía el cuerpo.

Quien llevaba la casa era la Viola, la mayor de las hermanas después de la Estela, quien se habia casado joven y había emigrado a Concepción. En general, de las hermanas, las que estaban todo el año en el pueblo con la abuela eran la Viola, la Ache y la Rina, porque las demás ya habían dejado la casa paterna. La Lolo se habia casado y vivía en Concepción, la Obdulia (Dulia) había muerto alli mismo de una meningitis, despues venían la Margo, la Iris y la Coralie que eran profesoras y tenían distintas destinaciones. La Helga estaba terminando sus estudios de medicina. Guido, que era mi padrino, vivia de la agricultura, pero no siempre estaba en Lumaco. Y mi viejo recien se habia recibido de abogado y ademas hacía clases de Educación Cívica en el Liceo Enrique Molina en Concepción, establecimiento en el que había cursado todas las Humanidades como interno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Habia otra propiedad del abuelo, una parcela que quedaba hacia la salida para Purén, que se llamaba Los Lirios, que llegaba desde el camino hasta el rio Lumaco y que deben haber sido unas doce hectáreas. Creo que desde el punto de vista de la calidad, no era muy buena tierra para sembrado porque era barrosa y llena de cuevas de camarones, lo que para mi convertía en una aventura peligrosa transitar por ahí porque pensaba que en cualquier momento un camarón me iba a cortar de cuajo los dedos de los pies. Al igual que la casa del pueblo esta propiedad estaba dividida en dos partes, y al otro lado del camino quedaba lo que se le llamaba “La obra”, que era una instalación que tenía mi abuelo para fabricar ladrillos. No sé si esta actividad le reportaría alguna ganancia o sería mas bien fuente de pérdidas. Muchos años despues de su muerte todavía se veía el cerro de ladrillos que quedaron esperando ser cortados y que parecían una pirámide azteca.

En Los Lirios pastaban las vacas lecheras, que a veces eran dos o tres y si tenían un ternero, que se llamaba el “huacho”, hacían su aporte a la economía de la familia Klapp, ya que el excedente de leche se vendía, al igual que la miel. Había una vaca holandesa que se llamaba la Ninfa y su ternera se llamaba la Valentina. Había otra, media café rojiza, que era la Ramona. Los huachos eran separados en las tardes de sus madres, para que la ordeña del día siguiente fuera abundante. Asi es que a esa hora hacíamos el camino de algo mas de un kilometro desde la casa hasta Los Lirios y traíamos los terneros de vuelta para encerrarlos en un corralito que había en el galpón. Una vez traté de ordeñar a la Ninfa, pero sin éxito porque no le había encontrado la pillería de apretar bien la ubre, la que se me resbalaba de los dedos, por lo que salía un chorro de leche muy pichiruche y tenía que aguantar las miradas burlonas de la empleada (como se llamaba?), que lo hacia profesionalmente. Asi es que hasta ahí no mas llegué con las tetas y decidí que sería mejor pasar a otras actividades menos frustrantes como ir con el perro al río, andar por la línea del tren equilibrándome sobre los rieles silbando las canciones del momento, o simplemente seguir durmiendo hasta las diez de la mañana y ya no saber nada más de vacas. Eso de andar silbando no era para nada del agrado de algunas tías, que deben haberlo considerado muy ordinario.

Cuando nací, habia un perro en la casa, el Peruco, que murió poco después y fue reemplazado por otro, mezcla de pastor alemán con quiltro, que se llamaba el Giuliano. Y ese nombre le fue dado a causa de un famoso bandido siciliano que en esos días era noticia porque había sido asesinado en circunstancias poco claras. Hay por ahí una foto donde este noble can accedió a fotografiarse con Carlos y conmigo. Aparecemos sentados en la esquina de la casa donde se sacaban casi todas la fotos familiares y sentados sobre dos pesadísimos escalones de piedra que estuvieron como cien años en ese lugar, hasta que al final criaron alas y partieron a otra dimension.

Las actividades importantes de nuestra vida diaria, aparte de las correrías con la muchachada que mencionaba al comienzo, consistían en pasear por el pueblo, correr por las vegas, ir al correo a preguntar si había llegado carta, ir a buscar agua al río o pasarnos la tarde entera matando lagartijas a piedrazos en la pared al lado del boldo que estaba al borde del Rapaco. Esta última ocupación era como un equivalente a lo que muchas décadas después serían los juegos de computación de matar extraterrestres , ya que había que esperar que una de las lagartijas se asomara entre los palos de la reja para mandarles con la piedra y con buena suerte achuntarles. Especialmente excitante era cuando el proyectil cortaba una cola y ésta quedaba moviendose sola por un buen rato. Siempre tenía cuidado de jamás volver a tomar la piedra que hubiera tocado o reventado a la víctima. Esta idea me daba asco y despues de estas orgías asesinas tenía la precaución de lavarme bien las manos, por si acaso. Ahora que lo escribo y lo leo, este “deporte” me parece bien aberrante.

Determinante para la vida era el hecho que no existía ni agua potable ni electricidad. Por eso eran las caminatas que había que hacer al río Pichi Lumaco a buscar agua en balde. Nuestra casa quedaba a unos ciento cincuenta metros de distancia, asi es que la situación no era tan fregada como para otros vecinos que quedaban más lejos. Aunque tambien había un pozo en el patio de la casa, esa agua no se usaba, porque se decía que a veces caían ratones o culebras adentro, lo que significaba un riesgo de contaminación y enfermedades, en cambio la del río era agua corriente, que en todo caso se hacía hervir antes de consumirse y filtrar para que no estuviera contaminada con pirihuines. Quienes iban a buscar agua eran por lo general las empleadas, donde nosotros a veces nos acomedíamos y haciamos uno que otro viaje extra. Todos los días se hacía pan amasado, invariablemente. Donde tengo que decir que a mi me gustaba mas el pan francés al que estaba acostumbrado en Conce, aunque con mantequilla - tambien hecha en casa – o mermelada, sabía de lo mas bien.

Otro punto importante en mis recuerdos era el olor de la casa de Lumaco: una mezcla de humo que venía de la cocina a carbón y que impregnaba las viejas vigas y paredes de madera, típico de nuestro húmedo sur. Además el aroma de los árboles y arbustos circundantes, y la tierra, a veces mojada, junto con el olor de los animales vacunos, porcinos y aviares, redondean esta memoria de olores, que se me quedo pegada para siempre en la pituitaria.

La luz provenía de velas y una que otra lámpara de parafina, que se usaban en las piezas grandes, por ejemplo, el comedor. Ahi recuerdo esas largas tertulias de sobremesa con una luz mortecina y tomado una taza de agua de poleo o alguna otra yerba. En nuestro dormitorio había simplemente una vela en la palmatoria, que tampoco ardía muy largo, porque en general llegabamos cansados a la cama y ya luego se le mandaba el soplón y gute nacht.

Sistema de alcantarillado no había y la evacuación intestinal debía hacerse en una casucha que quedaba al fondo del patio, junto al Rapaco y a unos manzanos. Esta casita tenia un tabique al medio, es decir habían dos cámaras y en cada una de allas había una especie de cajón con el hoyo respectivo donde podía sentarse la persona. A veces pasaba que las dos cámaras estaban ocupadas simultáneamente y entre pujos y ventosidades se desarrollaban ocasionales conversaciones bien interesantes a través de la delgada pared. Demás está decir que con tal abono orgánico los manzanos producían la fruta mas sabrosa de todo el patio.

Tambien teníamos muy buena relación con nuestros parientes Sáez: don José Sáez, hermano de mi abuela, su mujer, doña Emelina Fuentealba y la figura simpatica de su hijo Jaime, primo de nuestro padre, con quien compartiamos bastante. Este pariente en realidad se llamaba Rubén, pero como en Lumaco pasan cosas especiales, todo el mundo le llamaba Jaime. Era profesor de la escuela del pueblo y conocido en todas partes. Bueno, en realidad todos eran conocidos de todos. La cosa es que este cambio de nombre le jugó una mala pasada. En una oportunidad hubieron elecciones de regidores en la comuna y el se presentó como candidato. Pero en las listas oficiales aparecía con su nombre correcto, Rubén Sáez y no como Jaime. Los que lo queremos decimos que por esto sacó pocos votos y no fue elegido, y los que no lo querían, decían que no los sacó porque era comunista. Esta orientación politica que él tenía, hizo que como a los trece años tuviera ocasión de saludar de mano al futuro presidente Salvador Allende, cuando éste pasó brevemente durante una campaña electoral por Lumaco a saludar al más ilustre (y único) comunista del pueblo.

Una anécdota extra lumaquina que pasé con él, ocurrió cuando él estuvo viviendo temporalmente en Concepción. Una vez que yo andaba viendo cómo comprarme una guitarra me llevó hacia la Alameda (que tambien le llaman Parque Ecuador) donde se habían construido unos pabellones de emergencia para los damnificados del terremoto del 39. “Te voy a llevar donde una amiga que nos puede ayudar” - me dijo. Y llegamos a unas de esas humildes casitas provisorias y el empezó a tocar la puerta. Como nadie abriera, llamaba a viva voz: “Violeta! Violeta!” Nadie apareció y al final nos fuimos. “Lástima que no haya estado”, dijo, “ella podría haberte aconsejado bien porque entiende mucho de guitarras, ya que se dedica a la música floklórika y toca la guitarra, canta e incluso ha grabado algunos discos”. Debo haber tenido unos catorce años a la fecha y ahí perdí la oportunidad de conocer personamente a lo más grande que ha producido nuestra cultura popular. La pude ver recién como diez años después cuando se había instalado con una carpa de circo en La Reina y los estudiantes y fanáticos peregrinábamos hasta ese lejano lugar, no mucho antes que pusiera fin a su vida con aquel fatal balazo.

Volviendo al sur y a la infancia recuerdo tambien que Jaime tenía un hermano, Joel, abogado y notario de Traiguén, quien era una personalidad de gran calibre, productor de historias y anécdotas y gran bautizador de toda la fauna lumaquina, además de ser un generoso anfitrión y quien lamentablemente muriera tan prematuramente. Muchos viajes hicimos juntos en su camioneta, lo que nos permitió conocer los alrededores de esa comarca: Temuco, Traiguén, Quidico, Tirua, etc., invariablemente chofereados por  Leonel Stuardo, hombre apegado a la religion y muy devoto de Santa Rita. Siendo caminos de tierra, ripio y “trumao”, al bajarnos parecíamos pasteles “empolvados”, con el trumao saliendo hasta por la orejas.

En una oportunidad nos tocó estar ahi cuando fue un circo bien pobre a Lumaco, que se llamaba Circo Gómez, que ofrecia entradas con gancho (“ paga uno, entran dos”) y que constituyó la novedad del verano. Cómo seria de pobre que una de las atracciones era un perro al que le ponian una ampolleta encajada en el orificio anal y verlo caminar asi culifruncido provocaba la mas genuina hilaridad. Ocurrían además muchas cosas, que a pesar de ser simples constituían una novedad desde aquella perspectiva tan lejos de la ciudad. Me acuerdo que había un hombre que se ganó el sobrenombre del “Avión”, por el sólo hecho de haber relatado que una vez habría visto uno. Tuvo mal fin este hombre, porque algunos años después para unas muy regadas fiestas del Dieciocho falleció de muerte etílica estando dentro de una ramada y para que no se echara a perder las fiesta con ritos fúnebres y lamentos, alguien tuvo la idea de “guardar” el cadáver debajo de un mesón donde no se viera. Así se hizo y se prosiguió con el jolgorio, la tomatera y la huifa. Se contaba tambien la historia de un vecino de origen italiano que fue por primera vez a Santiago, y ya al poco tiempo decidió abandonar la capital y le preguntó a un carabinero del tránsito “ónde queda la salida pa Lumaco, iñor”? Parece que lo divertido del cuento era que la pregunta correcta habría sido mas bien preguntarle donde quedaba la estación de tren. No es que fuera muy bueno el chiste, pero la anecdota se escuchaba aun repetidamente con mucho agrado y ofrecia un buen pretexto para alzar la copa una vez más.

Muchos años después supe de la historia de un pueblo llamado Macondo, surgido de la mente de García Márquez y ubicado en algún lugar de Sudamérica. Harto de ese ambiente y esas historias ocurrían en nuestro “LuMaco ndo”...

De aquellas estancias veraniegas, para mi lo mas importante de Lumaco fue conocer la estructura de mi familia paterna. Aparte de mi abuelo, a quien no tuve la suerte de conocer en forma consciente, recuerdo con mucho afecto a mi abuela Dolores, quien tuvo que llevar la pesada carga de la viudez por veinticinco años. Siempre me ha parecido más que admirable de parte de ellos haber logrado educar y sacar adelante a sus doce hijos llegando a producir profesores, medicos, abogados, agricultores y por sobre todo buenas gentes, partiendo de tan escasos recursos. Con lo que nos ha costado a nosotros con seis retoños, es para sacarse el sombrero.

Los años no pasaron en vano. La última persona que quedó viviendo en la antigua casa, cada vez más arruinada, fue la Viola, que cuando falleció en 2002 ya iba mas arriba de los noventa abriles. Algunos de los hermanos sobrevivientes alcanzaron a llevarse viejas pertenencias y recuerdos consigo antes que la pobre casa fuera desmantelada por completo. La propiedad de los Lirios se mal vendió a un cristiano suertudo que pagó lo que quiso y cuando quiso y despues de mas de ciento treinta años ininterrumpidos, se acabó la presencia de los Klapp en Lumaco. Tres generaciones de la descendencia de Wolrad nacieron y se criaron ahí para luego dispersarse por diversas latitudes del el país y de otras tierras también. De acuerdo a lo que sé sólo tres personas con nuestro apellido están enterradas alli: el abuelo, la Rina y la Viola. Mi viejo sueño de la infancia, ser algun día el médico de la Casa de Socorro de Lumaco, nunca llegó a cumplirse.

En Septiembre del 2005 fuimos con Marcela mi mujer, y mi papá a visitar la vieja tumba del cerro. Ahí “ví” por última vez y me despedí de Carlos, Dolores, de la Rina, la Viola y la Sita Inés. Ahi están sus restos y ahi quedarán hasta que las nuevas generaciones ya ni sepan quienes fueron. Por eso quise dejar aquí este simple pero afectuoso testimonio de la visión y los recuerdos que me quedaron de Lumaco y de mi familia Klapp.

José Klapp Apolonio

 

 P.S. Dentro de un tiempo cercano vamos a integrar a este sitio más fotos y relatos. Por ahora pueden hacer click para escuchar el "Vals de Lumaco" que encontráramos en la sorprendente versión del conjunto "Voces del Rapaco". Además desde ya ofrecemos un servicio de árbol genealógico, que incluye un calculador de parentesco según la línea genética. Quien tenga interés al respecto puede mandar sus consultas a info@familiaklapp.de

La direccion de Lumaco en Google Earth es: Latitud 38° 9'54.32"S Longitud 72°54'8.65"O